Una última
confesión II (huida de la vida)
Me desperté
sin saber la hora. La cabeza tronaba en la habitación, doliendo cada vez que
abría los ojos. Estaba desnudo. A mi lado dormía una chica morena de la que no
recordaba ni su nombre ni veía su cara. Me levanté y fui a la cocina. Tenía una
terrible sed y abrí la nevera, cogí una cerveza que vertí sobre mi gaznate sin
paladear. Después encendí un cigarro. Tosí varias veces tras la primera calada y escupí asquerosas flemas en la pila de la
sucia cocina. Seguí fumando mi cigarrillo, sentado desnudo en una de las frías
sillas de esa cocina maloliente y sucia. Me quité las legañas con los dedos y
me rasqué el pelo. Rebusqué un cenicero en la mesa entre botellas de ron,
bourbon y vasos sucios. Esto no era un día de juerga ocasional. Era mi amanecer
diario. Sin horario. Con la mente en blanco. Mientras tomaba cerveza o café si
había suerte con mi cigarrillo, mi mente
estaba en blanco. Sólo miraba fijamente una triste y moribunda planta que
estaba en el alfeizar de la ventana de la cocina. Podía pasar ahí horas hasta
que me despertase de ese letargo mi acompañante ocasional si había tenido
suerte, o esperar algún ruido que rompiera ese momento. Ese día sonó el puto móvil
que estaba en el estudio. Me molestó que rompieran ese momento. Mi momento de ausencia.
Era Jaime, el manager del grupo. Teníamos unas buenas actuaciones en Sevilla y
luego en Conil. Bien pagadas. Y luego, siendo junio, podíamos quedarnos unos días por tierras
gaditanas. El resto del grupo estaba a favor. No iba a ser yo el nota y el plan
sonaba bien. Saldríamos al día siguiente desde la salida del AVE en Atocha a
las 11.00 h. Así quedamos y colgué. Antes adoraba la música. Ahora era como
mirar a mi planta, como beber y follar con desconocidas una noche. Ahora
tocaba, sin pensar, sin sentir. Mi día se había convertido en un intento de de
pasarlo lo más rápido posible sin que nada me hiciese sentir nada. Noli me
tangere.
En ese momento apareció una preciosa chica morena de ojos
verdes, recién levantada con una
preciosa sonrisa, tapada con una sábana, que dulcemente me dio los buenos días.
Sé quién era. Era Lucía. Ha estado conmigo desde hace mucho tiempo. En mis
peores momentos. Ha respetado mi silencio. Nunca me ha agobiado preguntándome
por mi pasado. Ha aguantado mi mal carácter. Ha aguantado verme con otras. Me ha
recogido cuando he estado tirado por la calle. Y yo la he tratado como una
perra. No puedo ni quiero sentir.
Le dije que desayunase si quería; que me iba a duchar; que me iba de gira; que ya
nos veríamos; que cerrase cuando se fuese. Y me fui al baño e intenté lavar con
agua sin bendecir mis pecados. En ese momento no vi ni oí como Lucía derramaba dolor en las lágrimas que
mojaron las sábanas, sus pantalones y el
suelo de mi habitación. Lo que si oí desde la ducha fue el portazo que dio.